Isabel Rauber
Construir otra geometría del poder
Desmontar el neoliberalismo requiere modificar de raíz la interrelación Gobierno-Estado-Pueblo
Las contradicciones, crisis, amenazas y situaciones
crecientes de reversibilidad de los procesos democráticos populares en
Latinoamérica colocan nuevamente en el centro de las reflexiones una
interrogante histórica: ¿Es posible transformar-superar la sociedad
capitalista desde adentro, o es necesaria una ruptura drástica mediante
la toma del poder?
La pregunta ‑como las respuestas-, condensa un largo debate presente
en el pensamiento y la acción socio-transformadoras desde antes de los
tiempos de Marx hasta la actualidad. Pero cualquiera sea el
posicionamiento político, las respuestas no pueden obviar
reconceptualizar lo que significa hoy “capitalismo”, “socialismo”,
“revolución social”, “toma del poder”, “¿cuál poder?”, construcción de
poder “desde abajo”, “democracia”, “hegemonía”, “lucha de clases”, entre
otros.
En dependencia de las respuestas, el mundo político de la izquierda
del siglo XX se dividía –grosso modo‑, entre reformistas (cambios
graduales) y revolucionarios (toma del poder). Eran centralmente
diferencias político-ideológicas que, invisibilizadas tras una supuesta
“cuestión de métodos”, planteaban –en síntesis‑ dos concepciones
estratégicas:
-Hacer reformas para mejorar el capitalismo (“desarrollarlo”, para
lograr que maduren las premisas señaladas por Marx)[1], y luego “pasar”
al socialismo (reformistas).
-Hacer la revolución con un acto de ruptura ‑toma del poder‑, para
luego implementar los cambios propios de la transición al socialismo
dirigiendo la administración del Estado (leninismo: estatización como
medio de control total del metabolismo social).
Ambas concepciones coincidían en un punto: tanto las reformas
sociales como la revolución se producirían desde la superestructura
político-institucional (arriba).
Marcando un punto de inflexión respecto de tal posicionamiento
político-cultural, los sujetos populares que protagonizaron y
protagonizan las resistencias y luchas sociales enfrentando los embates
neoliberales a fines del siglo XX e inicios del siglo XXI, fueron
construyendo otras respuestas a las anteriores interrogantes acerca de
la transformación del poder del capital y del cambio social,
incorporaron también otras preguntas y, de conjunto, germinaron una
concepción integral del poder, recuperando en gran medida la mirada
marxiano-gramsciana: social, económica, política y cultural.
La vieja disyuntiva reforma o revolución ‑aunque está presente
transversalmente en todas las propuestas y acciones políticas de los
procesos populares en el continente‑, hoy resulta insuficiente para
analizarlos y aportar a los temas puestos en debate: Sujetos, poder,
independencia, desarrollo, conducción política…
Resignificando el concepto marxiano de revolución social, los
movimientos sociales develan otras dimensiones, aristas e intersecciones
de los procesos de transformación de la sociedad capitalista
encaminados a su superación civilizatoria: en vez de apostar a la
desgastada y derrotada concepción de una revolución superestructural,
partidista y jerárquica (desde “arriba”, propia del siglo XX), apuestan a
la creación y construcción del poder popular, participativo,
comunitario, a partir de su protagonismo, reconociéndose sujetos
sociopolíticos del campo popular.
Así, desde sus prácticas concretas, en procesos como los de Bolivia y
Venezuela ha venido germinando un nuevo poder popular desde “abajo”,
comunitario y comunal que, en tanto tal, es –a la vez‑ un proceso de
empoderamiento (conciencia, organización, gestión…) de sus
protagonistas. Lo mismo ocurre también en las luchas y construcciones de
movimientos sociales en Brasil, en Uruguay, en México, en El Salvador…
La perspectiva revolucionaria de los procesos políticos populares en
curso y está íntimamente ligada a la acción de los pueblos y a la
posibilidad de reflexionar críticamente acerca de sus experiencias,
recuperando sus luchas y empeños en crear y construir poder popular. Se
trata de un poder diferente a todo lo existente-heredado, que es a la
vez: destituyente del viejo Estado (Gramsci), y constituyente e
instituyente de un nuevo Estado en marcha hacia una nueva civilización.
En caso contrario, por mucho que se pregone la revolución, esta quedará
aprisionada y anulada por las tenazas de la legalidad e
institucionalidad del poder constituido‑heredado, por sus normas (el
saber hacer) y por hábitos (el dejar hacer…).
Reformas hay y habrá en cualquier posicionamiento estratégico, pero
¿cómo se definen?: ¿mediante la participación protagónica de los pueblos
o dictadas “desde arriba” y anunciadas luego como logros de
“benefactores revolucionarios” (dádivas asistencialistas)? Al ganar las
elecciones y llegar al gobierno de un país, las fuerzas progresistas o
de izquierda se hallan ante la tarea de recuperar el Estado, sacarlo de
la esfera neoliberal; la interrogante es: ¿Se busca que el Estado esté
“al servicio del pueblo” o convertirlo en una herramienta del pueblo
para transformar la sociedad y transformarse a sí mismo en ese proceso,
en sujeto protagonista de su historia?
La respuesta a esta interrogante es medular. Define las tareas, los
actores sociopolíticos y los horizontes en disputa de los gobiernos
populares, las posibilidades de profundización de sus tendencias
revolucionarias, o su anulación reformista socialdemócrata que ‑atenuada
tras una retórica de cambios‑, hace que gobernantes y funcionarios
públicos se limiten a cumplir las normas propias de la gobernabilidad
establecida por el poder hegemónico del capital, allanando el camino
hacia la restauración.
En virtud de ello, lo que constituye el parteaguas real de la
respuesta a la pregunta reforma o revolución es: Si las decisiones se
toman “desde arriba” (superestructuralmente) por un grupo iluminado de
“vanguardia” (élite), o si se toman colectivamente convocando a la
participación e iniciativa populares, informando, formando y promoviendo
la autoorganización y el empoderamiento de los pueblos, estimulando
procesos formativos-educativos, potenciando su voluntad de crear,
construir y constituir(se) en un nuevo poder, el poder comunal,
comunitario, popular, construido “desde abajo”.[2]
En los procesos de cambio social abiertos por los gobiernos
populares, progresistas o revolucionarios esta cualidad ha estado
presente, pero no siempre con la centralidad política que estos
requieren para ser irreversibles. Este desplazamiento o secundarización
del eje político del protagonismo popular se tornó debilidad
político-social y se expresó, por ejemplo, en el revés que obtuvo la
propuesta popular-gubernamental en las elecciones, en Argentina; en la
movida reaccionaria contra Dilma, en Brasil; en los resultados del
referendo, en Bolivia; en la desestabilización desatada virulentamente
en Venezuela ‑para solo nombrar algunos ejemplos.
Voceros del poder rápidamente trataron de calificar y clasificar
tales acontecimientos como propios de un “fin de ciclo” progresista en
el continente; afirmando con ello la idea de que no es posible construir
procesos políticos populares irreversibles, ni hacer sostenibles sus
proyectos de justicia social, equidad, derechos para todos y poner fin a
la exclusión: fin del hambre, del analfabetismo, de las enfermedades
curables…
Simultáneamente, los voceros del poder histórico de las oligarquías
introdujeron el concepto de “alternancia” como una cualidad sine qua non
de las democracias. Es decir, si no hay cambio de gobierno, no hay
democracia. Enfilaron directamente sus cañoneras para revertir las
conquistas y logros obtenidos con los gobiernos populares, siendo, un
objetivo central, para ello, poner fin a tales gobiernos: impulsando
proyectos desestabilizadores, guerra económica, política, cultural y
mediática; destruyendo a los principales referentes políticos, por vías
de su desacreditación, esgrimiendo impedimentos jurídicos a
reelecciones, o –combinadamente‑, levantando acusaciones de delitos que
viabilicen la realización de golpes “suaves”, “parlamentarios” o
“constitucionales”, sin descartar la eliminación física –si fuera
necesario‑, de quienes consideran ‑no su adversario, como dicen, sino‑
su enemigo.
Es vital entonces, hacer una alto en el camino, aprender de lo
realizado y compartir –en apretada síntesis‑, algunas reflexiones a modo
de enseñanzas de este tiempo de atrevimiento colectivo de los pueblos,
capaces de desafiar al poder hegemónico del capital para crear y
construir sus destinos.
Me referiré aquí a un grupo de pasos diferenciados de este proceso,
pero ello solo responde a los rigores de la exposición analítica, pues
en la vida social no existen pasos lineales secuencialmente organizados.
La conquista de un paso posibilita otro a la vez que lo define,
condiciona y habilita, y viceversa… interdefiniéndose todos en la
movediza realidad social, en tanto todo proceso creativo de lo nuevo es
parte de otros de adecuación-transformación de lo existente. Una suerte
de “todo mezclado” contradictorio con el que hay que aprender a
convivir, construyendo en cada momento la dirección política colectiva
en sintonía con las dinámicas de los procesos sociales y la
direccionalidad del horizonte civilizatorio buscado.
De la “recuperación” del Estado a las democracias populares
Entre tantas situaciones, problemáticas y propuestas a procesar en
tiempos de la arremetida revanchista restauradora, se abren paso
aquellos planteamientos y prácticas políticas que centran las fortalezas
de los procesos de cambios y su irreversibilidad, es decir, la
continuidad de gobiernos populares revolucionarios, en la participación
popular: en el gobierno, el Estado, la economía y las dimensiones
político-culturales de los procesos.
Es la participación de los pueblos la que impulsa procesos de
creación colectiva de lo nuevo y, a la vez, sienta las bases para la
superación de lo establecido (Estado neoliberal, democracia burguesa).
Sobre esa base, se van abriendo compuertas institucionales
político-sociales que van transformando la característica posneoliberal
inicial de los gobiernos populares hacia gobiernos de democracias
populares (revolucionarias). Vale desgranar –a continuación‑, aspectos
claves de esas tareas, sus tiempos político-sociales y sus actores.
Desmontar el modelo neoliberal y recuperar el Estado como agente de acción social
Marcados por la necesidad de superar la herencia neoliberal, una
tarea común –e ineludible‑ de los gobiernos populares, progresistas o
revolucionarios ha sido, inicialmente, la de desmontar el andamiaje
neoliberal, y buscar vías para recuperar-recomponer el Estado en virtud
de ponerlo en función de políticas públicas que se hagan cargo de los
derechos sociales del pueblo, en toda la diversidad en que ellos existan
o se presenten. En tal sentido, en el período posneoliberal, la
tendencia predominante de estos gobiernos ha sido: reconstruir al Estado
como actor sociopolítico central, administrado por la fuerza política
gobernante y sus funcionarios de cabecera. Esto puede reconocerse como
un punto de partida ineludible, pero ¿es suficiente?, ¿es el horizonte
del cambio?
En tanto el Estado-nación es ‑en el sentido gramnsciano del
concepto‑, un sistema social integral, la recuperación de la centralidad
del Estado como agente impulsor de políticas públicas populares se
anudó con una suerte de neodesarrollismo keynesiano “de izquierda” que
concentró el eje de los cambios sociales en el accionar económico–social
del Estado y el gobierno. De ahí que, en ese tiempo, en la mayoría de
estos procesos, la apuesta productiva predominante no estuviera
encaminada a estimular la creación y desarrollo de alternativas
económicas superadoras del modelo propuesto por el orden global del
capital, que conminó a nuestras economías a ser proveedoras de materias
primas, apostando por diversas modalidades de extractivismo y rentismo.
Cabe pensar que, tal vez, el tareísmo contingente que emergió de las
coyunturas de crisis del neoliberalismo, nubló la visión de la
importancia de impulsar –simultáneamente con la búsqueda de soluciones a
problemas urgentes‑, procesos de creación y construcción de caminos de
transformación productiva que sentaran bases para un nuevo modo de
producción y reproducción en el continente, sustrato de un horizonte
común sostenible de integración, diferente al del capital.
Esto quedó –de hecho‑ fuera de agenda. Y también el protagonismo
popular (de movimientos indígenas, movimientos sociales, de mujeres…).
Ambos factores pasaron a una dimensión secundaria, consideradas de “poco
peso” ante las cuestiones urgentes “de Estado”. En algunos casos se
trató de buscar el apoyo político de los movimientos populares otorgando
a algunos de sus referentes determinados cargos públicos en aras de
sumarlos a las tareas del momento, pero ‑en lo fundamental‑ el
protagonismo popular fue desplazado y suplantarlo por el funcionariado,
considerando –de hecho‑, que si el Estado es administrado por militantes
revolucionarios, es –automáticamente‑ revolucionario.
Confundidos tal vez por el hecho de asumir cargos y responsabilidades
hasta ahora vedados para el campo popular, algunos sectores de la
izquierda gobernante olvidaron o subestimaron el origen clasista del
Estado y sus tentáculos de subordinación y sujeción –por diversas vías‑,
de los ciudadanos al ámbito de la hegemonía del capital y su estatus
quo.
Al dejar de poner esto en el centro de los debates y el quehacer
político cotidiano, fomentaron un posicionamiento acrítico de los
pueblos y sus organizaciones sociales respecto de los procesos
gubernamentales en los que participaban. Esto evidencia que se pueden
ganar elecciones, administrar el Estado y tener un gran discurso
revolucionario, pero sostener ‑en la práctica‑, un programa reformista,
socialdemócrata, que contribuye –quiérase o no‑, a la restauración del
viejo poder.
¿Qué significa en este sentido, ser socialdemócrata?: Que se renuncia
al cuestionamiento raizal del poder; que se plantea –en los hechos‑ ser
la izquierda del capital y, en tanto tal, solo se proponen reformas de
coloretes buscando instalar un ilusorio capitalismo “bueno”, populista,
de bienestar…
Esta situación no podría calificarse, en principio, como positiva ni negativa porque:
A) Podría encaminarse a la consolidación de una opción reformista,
con la esperanza de recuperar un “capitalismo de bienestar”, sin poner
en cuestión el contenido y el papel de clase del Estado, ni las bases
jurídicas que configuran su institucionalidad.
B) Podría convertirse en una puerta de acceso a procesos de cambios
sociales profundos, reconvirtiendo al aparto estatal –a partir de
anclarlo en la participación popular‑, en un instrumento
político-institucional para apoyar (y promover) procesos de cambios
revolucionarios protagonizados por movimientos y organizaciones
sociales, apostando a transformar las bases, el carácter, los contenidos
y el papel social de dicha institución e institucionalidad (proyectos
de entrada)[3].
No cabe pretender que cada paso esté previamente definido y clarificado.
Pero tener un horizonte clarificado es una referencia importante
porque, ¿hacia dónde se encaminan los gobiernos populares luego del
empeño de los primeros años de su agenda posneoliberal? ¿Tienen los
pueblos posibilidades reales de construir una alternativa sostenible de
justicia y derechos sociales hacia la equidad, o son solo un oasis, un
paréntesis, en la historia de la dominación global del capital?
Abrir las compuertas del Estado a la participación popular
Recuperar el papel social del Estado es apenas un primer paso en el
inmenso océano de las transformaciones sociales. La más dura y
contundente prueba de ello ha sido el socialismo del siglo XX. Mayor
estatización que aquella resulta difícil de imaginar, sin embargo, no
logró resolver temas medulares como: participación y empoderamiento
popular, desalienación, liberación, plenitud humana…
Es lícito pensar entonces que fue precisamente por centrar los ejes
del cambio social en el quehacer del Estado y su aparato burocrático de
funcionarios, por concebir al Estado como un “actor social” central y no
como una herramienta político-institucional en manos del pueblo, que
aquel proyecto socialista derrapó de sus objetivos estratégicos
iniciales y un grupo de burócratas, suplantando el protagonismo popular,
terminó anulando al sujeto revolucionario. Y así el horizonte
revolucionario terminó desdibujado, aprisionado por la lógica del poder
al que –a la postre‑ tributa.
Lo que define y diferencia a una propuesta reformista restauradora de
una perspectiva raizalmente democratizadora, revolucionaria, lo que
posibilita tornar irreversibles los procesos de cambio, radica en la
participación popular: Abrir el Estado a la participación de los
movimientos sociales populares en la toma de decisiones, en la
realización y la fiscalización de las políticas públicas y de todo el
proceso de gestión de lo público, abriendo cauces a la pluralidad que
demande y defina la diversidad de sectores y actores sociales populares
participantes.
Abrir las compuertas del Estado, las políticas públicas y la gestión
de lo público a la participación de los movimientos populares,
indígenas, sindicales, campesinos… es también, habilitar una dimensión
de articulación colectiva que posibilita a esos actores asumirse como
protagonistas con derecho ‑y obligación‑ de participar en la toma de
decisiones políticas que marcan el rumbo, el ritmo y la intensidad de
los procesos político-sociales de cambio. En este sentido, hay
yuxtaposición de tareas y procesos.
Es así que, simultáneamente con las tareas propias del desmontaje
neoliberal propio del tiempo posneoliberal, pueden habilitarse canales,
formatos e instancias que posibiliten a los pueblos ser parte del
quehacer de recuperación social del Estado o del Estado herramienta
social. Esto, siempre y cuando no se conciba a la recuperación como una
“vuelta atrás”, algo así como recuperar un terreno (y un tiempo) que se
ha perdido. Se trata de una “recuperación-ocupación” para disputar un
territorio creado y ocupado históricamente por el mercado, en aras de
arrancarlo de su hegemonía y transformarlo mediante la participación de
los pueblos en la toma de decisiones del quehacer estatal.
Instalar e impulsar este protagonismo, raizalmente democratizador,
constituye –o debería constituir‑ una de las tareas distintivas de los
gobiernos populares o progresistas desde sus primeros pasos. Y marca –o
marcaría‑, desde el vamos, la instalación de un camino de superación del
tiempo posneoliberal hacia la construcción de democracias populares,
cuya cualidad central es la participación protagónica de los pueblos. A
ella se articula el control popular y la transparencia en la gestión de
lo público.
La participación tiene interpretaciones diversas, pero aquí se
refiere a participar en la toma de decisiones. Y ello reclama
organización de la sociedad, acceso a la información, debates,
conclusiones y construir procesos para la toma de decisiones colectivas.
Implica una relación biunívoca, no solo recibir información y responder
“Si” o “No”.
No es una encuesta, aunque ciertamente las encuestas son también
parte de las consultas a la ciudadanía que constituyen formas de
participación. Modalidades y métodos hay muchos; lo que se busca definir
acá es que se trata de una participación política popular en la toma de
decisiones; un paso hacia el cogobierno y un factor esencialmente
democratizador del poder.
Control popular y transparencia
Igualmente democratizador resultan el control popular y la
transparencia en la gestión de lo público; ambos muy interconectados. La
transparencia es fundamental para decidir qué, cómo y quiénes. Es la
base para el control popular y la participación. Garantiza que la
participación en la toma de decisiones siga el curso acordado –o se
modifique si varían algunos factores intervinientes en el proceso‑; que
la ciudadanía, particularmente la de los sectores populares, cuente con
toda la información necesaria antes y durante todo el proceso; que tenga
participación también en el proceso de ejecución de las decisiones.
La transparencia se da, en tales casos de hecho, como fundamento y
alimento informativo en todo el proceso; sin ella es imposible decidir,
ejercer instancias de control, ser parte de la ejecución. Pero además de
esto, que podría considerase dentro de lo “técnico”, sobresale su alta
incidencia política. No solo es democratizadora, sino que abre caminos
hacia el empoderamiento popular respecto de lo público y las políticas
públicas, desarmando las intrigas palaciegas y mediáticas acerca de
hechos de corrupción –además de impedirla‑, de prebendas, clientelismo,
etc.
No hay posibilidad de engaño cuando se tiene la información para
decidir y se decide a conciencia; no hay posibilidad de que las campañas
difamatorias de gobernantes tengan éxito cuando es el pueblo el que
decide y gobierna conjuntamente con “sus” gobernantes elegidos. Pueden
hacerse obviamente las campañas, desatarse intrigas e intentos
desestabilizadores. Está claro que cada solución destapa nuevas
contradicciones y abre nuevos camino para buscar defectos y huecos
negros a la legitimidad popular. Pero estos se irán minimizando a partir
de la propia participación popular, en un camino de
empoderamiento-aprendizaje crítico respecto del poder y de construcción
de la hegemonía popular.
La lucha político-ideológico-mediática, la batalla de ideas, tienen
en la transparencia, la participación y el control populares un anclaje
social popular clave. Las “ideas”, en este caso, no son algo etéreo
“flotante”, sino certezas que emanan de las prácticas. De conjunto
fortalecen la conciencia popular colectiva y construyen una coraza
frente al ataque constante de los adversarios de la democracia y,
particularmente, de las democracias populares con rumbos
revolucionarios.
Se trata de una modalidad democrática transicional
Las democracias populares constituyen una base sociopolítica
indispensable para promover el empoderamiento popular. Y son también
parte de un proceso de aprendizaje colectivo, en primer lugar,
encaminado a desaprender lo viejo, a superar las barreras excluyentes
propias del elitismo de clase de la democracia burguesa, conviviendo con
la creación de nuevas modalidades de participación, de gestión y
control populares, aprendiendo lo nuevo en la misma medida que se va
creando y construyendo el nuevo poder popular, la nueva democracia, el
nuevo mundo… Ello no se producirá de golpe. Se requiere de procesos
jurídicos que la habiliten y de procesos político-educativos de los
funcionarios públicos, de los movimientos sociales, de los partidos
políticos de izquierda y de la ciudadanía popular en general.
En ese proceso los sujetos van cuestionando-reconceptualizando las
políticas públicas, la gestión de lo público y el quehacer de los
funcionarios, en función de sus realidades, identidades y modos de vida,
sus cosmovisiones, sabidurías y conocimientos, y –articulado a ello‑,
van redefiniendo el alcance de “lo estatal” y lo propio de “la
ciudadanía”, particularmente de las ciudadanías populares.
En las experiencias concretas de construcción de poder comunal o
comunitario, como las que se desarrollan en Venezuela y Bolivia, se
observa lo contradictorio de los procesos vivos de cambios… Emergen en
ellos soluciones y contradicciones nuevas, entre lo que el pueblo crea y
aprende transformado su viejo saber hacer, y sus viejos “fantasmas”
culturales; entre nuevas modalidades de representación del pueblo
organizado en sus territorios y algunos funcionarios estatales y /o
partidarios que ‑en vez de estimular estos procesos‑, sintiéndose tal
vez amenazados por el protagonismo popular autónomo pujante, tienden a
frenarlo, acorralarlo, acotarlo, subordinarlo o asfixiarlo. La
disyuntiva es, en este sentido, ¿ocupar o transformar el Estado?
La tarea revolucionaria no la hacen sujetos subordinados,
dependientes o prebendarios de las estructuras institucionales
tradicionales, ni de los partidos políticos gobernantes y sus líderes.
La realizan sujetos autónomos del campo popular: movimientos sociales,
movimientos indígenas, partidos de izquierda, organizaciones
territoriales, referentes de comunas y comunidades… A ellos corresponde
crear, construir, sostener y profundizar otro poder, el poder popular.
Esto como parte de un macro proceso integral de transformación del
Estado, entendiendo que el Estado no se reduce al “aparato estatal”,
sino que es parte del sistema social en permanente movimiento e
interdefiniciones. Esta interdefinición alcanza también a la
rearticulación de todos los factores concurrentes. En este sentido, el
tipo de interacción‑articulación marca y define también el tipo de
ciudadanía, el tipo de democracia y sus horizontes.
Limitarse a hacer una buena administración abona el camino de restauración de la hegemonía del poder
La proyección revolucionaria de los gobernantes no puede evaluarse a
partir de los cánones tradicionales de calidad de su gestión
institucional; es política. Se relaciona directamente con sus
capacidades para poner los espacios de poder en función de la
transformación revolucionaria.
La tarea titánica de los gobernantes revolucionarios no consiste en
sustituir al pueblo, ni en “sacar de sus cabezas” buenas leyes, mucho
menos intentar demostrar que son más inteligentes que todos, que tienen
razón y que, por ello, “saben gobernar”. Impulsar procesos
revolucionarios desde los gobiernos pasa por hacer de estos una
herramienta política revolucionaria: desarrollar la conciencia política,
abrir la gestión a la participación de los movimientos indígenas, de
los movimientos sociales y sindicales, de los sectores populares,
construyendo mecanismos colectivos y estableciendo nuevos roles y
responsabilidades para cogobernar el país.
Se trata de abrir las puertas del gobierno y el Estado a la
participación de las mayorías populares en la toma de decisiones, en la
ejecución de las mismas y en el control de los resultados, para
construir colectivamente un nuevo tipo de institucionalidad, de
legalidad y legitimidad, conjuntamente con procesos de articulación y
constitución del pueblo en sujeto político. De ahí el papel central de
las asambleas constituyentes en estos procesos (en cada momento en que
sea necesario).
Las asambleas constituyentes son una herramienta indispensable de los pueblos
En este sentido, vale destacar que en los procesos de Venezuela y
Bolivia, entre las primeras decisiones políticas gubernamentales, estuvo
la convocatoria y realización de asambleas constituyentes. Son síntomas
que indican voluntad de trasgresión del stablishment y definen el
arribo de un tiempo de democracias populares.
Cada momento-dimensión-acción de profundización de las
transformaciones raizales de un proceso revolucionario genera y generará
nuevas articulaciones e interdefiniciones sociales que reclaman y
reclamarán nuevas bases constitucionales, nuevas asambleas
constituyentes, o el nuevo poder que va siendo creado y construido irá
quedando en los márgenes del poder instituido (funcional al capital).
Sin asambleas constituyentes poco puede modificarse de modo
sostenible, pero su sola realización resulta insuficiente; necesitan
estar articuladas con procesos de cambios raizales en curso, legalizando
las creaciones y construcciones populares preexistentes y las nuevas,
afianzando lo hecho y orientando el camino hacia un horizonte superador;
es decir, abriendo paso a las transformaciones en curso que los pueblos
van sedimentando día a día desde abajo, en sus comunas y consejos
comunales, con su organización autónoma territorial y sus parlamentos;
en las fábricas recuperadas; en las empresas con control obrero; en las
comunidades indígenas con sus históricas modalidades democráticas (no
modernas) de existencia y funcionamiento; etcétera.
Es en el proceso de las fuerzas sociales vivas, en movimiento, con
todas sus contradicciones, donde toma cuerpo la pulseada con el poder:
el histórico concentrado en sus personificaciones e instituciones, y el
que sobrevive en las mentalidades colectivas producto de siglos de
colonización y dependencia cultural.
Salir de ese cerco, proponerse crear y construir modalidades y
caminos diferentes en rumbo hacia una nueva civilización, es lo que da
cuerpo –en apretadísima síntesis‑, a procesos de descolonización. Esta
es parte –intrínseca‑ del proceso de cambio revolucionario que aspira a
superar, a salir, de las redes de la hegemonía milenaria de mercado y el
capital (en lo económico, político, cultural, social, identitario…),
construyendo un modo de vida nuevo, basado en el buen vivir y convivir
para la plenitud humana.
De la participación en las instituciones al empoderamiento popular territorial
El empoderamiento de los pueblos constituye el tercer signo, factor o
componente, que indica la existencia de un proceso revolucionario
encaminado a fortalecer las democracias populares (segundo signo), a la
vez que va sembrando, buscando y abriendo caminos que posibiliten ir mas
allá de la administración del viejo Estado o de la participación del
pueblo en las instituciones existentes, creando nuevas
institucionalidades y afianzando el nuevo poder popular que va siendo
creado y construido desde abajo.[4] En estos procesos los pueblos
desarrollan sus capacidades de gestión y administración de lo propio
(autogobernarse).
Aprendiendo de sus prácticas y en sus prácticas van construyendo
poder propio y lo van ejerciendo. Es decir, hay una dialéctica
permanente entre construir, ejercer y apropiarse del poder.[5] Es una
vía concreta de empoderamiento[6] creciente de los diversos actores
sociopolíticos –reflexión crítica de su realidad mediante‑, respecto del
curso y los destinos de sus vidas. Sus lógicas marchas y contramarchas e
van conformando una interdialéctica constante entre nuevo poder popular
construido, el nuevo poder popular ejercido conscientemente
(empoderamiento) y el nuevo poder popular en desarrollo. Por ello afirmo
que se toma (apropia) lo que se construye. Porque hacer una revolución
no significa “tomar el poder” que existe, salvo que se pretenda seguir
sus reglas.
“Dar vuelta la tortilla” no es el camino…
El poder de lo nuevo que emerge, el poder popular revolucionario, no
es el resultado de un acto de “toma del poder” del capital, que expulsa a
los capitalistas de las empresas y a sus representantes en el Estado,
para colocar en su lugar a funcionarios revolucionarios. “Dar vuelta la
tortilla” no resuelve los problemas, por el contrario, garantiza la
continuidad del dominio de la lógica del capital enmascarada tras nuevas
fachadas políticas.
Formar una nueva cultura, crear y construir una nueva civilización,
anclada en los modos de vida comunitario y comunal autogestionarios,
implica no solo luchar contra el capitalismo anterior, contra los
rezagos y lastres del pasado, sino también dar cuenta de la influencia
del capitalismo contemporáneo y sus modos de acción mundialmente
contaminantes y contagiosos, así como también de las enseñanzas de las
experiencias socialistas del siglo XX.
La construcción de hombres y mujeres nuevos, la construcción de una
nueva civilización, de un nuevo modo de vida (humanidad-naturaleza), es
–a la vez que un empeño local‑ parte de un proceso transformador
universal, que tiene su centro en la conformación de un sujeto
revolucionario global, expresión de una humanidad que –conscientemente‑,
quiera vivir de un modo diferente al hasta ahora creado e impuesto por
el capital, y se decida a construirlo y sostenerlo.
En las comunidades indígenas originarias o indígenas campesinas de
Bolivia, por ejemplo, el empoderamiento comunitario, histórico, se ha
desarrollado y consolidado al fragor de las luchas para poner fina a las
relaciones excluyentes del poder del capital propio de la
modernidad.[7] Estas comunidades tienen identidad, cultura, modo de
vida, modalidades productivas, sabiduría, saberes, pensamiento,
historia, cosmovisión y cosmopercepción propias, que sobrevivieron a la
avalancha de la modernidad llegada con la colonia ‑conquista, crimen,
exclusión y colonización mediante‑.
Tienen formas, que pueden denominarse democráticas para facilitar la
comprensión, pero que en realidad son formas comunitarias de convivencia
colectiva, ancladas en la consulta, la toma de decisiones horizontal
(en el sentido que se decide en común), y la sistemática devolución a la
población por parte de las autoridades de turno. La rotatividad de los
cargos, por ejemplo, garantiza la preparación de la mayoría para ejercer
funciones de organización y conducción de la comunidad. Tal vez fue por
una necesidad de sobrevivencia, pero lo cierto es que la rotación en
los cargos de responsabilidades, que en la sociedad contemporánea
resulta traumática, en las comunidades indígenas es parte del proceso
natural de la vida.
Aisladas de las dinámicas centrales del poder dominante hegemónico,
las formas “democráticas” comunitarias de organización y convivencia, el
modo de vida de las comunidades, no representaban una “amenaza” al
poder constituido. Pero, ¿qué ocurre cuando los pueblos de las
comunidades se constituyen en gobierno o en parte de un gobierno que los
representa, que los reconoce y promueve el reconocimiento político,
económico y cultural de la diversidad que estas comunidades representan,
que reconoce su justicia comunitaria, los códigos de convivencia y todo
lo que ellas representan como baluarte civilizatorio?
La asamblea constituyente, reconoció 36 nacionalidades indígenas
originarias. No tiene caso ahora entrar en que si realmente son 36, si
son más o son menos, lo central es que a partir de entonces Bolivia se
reconoce como un Estado Plurinacional.
La plurinacionalidad es, desde los cimientos, un reto al poder
uninacional y monocultural implantado a sangre y fuego por la colonia
todos los órdenes de la vida social, particularmente, en las
subjetividades. Su reconocimiento político, jurídico, económico y
cultural implica la apertura de un tiempo en el que se visibiliza la
pugna de poderes históricamente invisibilizados por el abigarramiento
social, como definió sobresalientemente Zabaleta Mercado. Ese
abigarramiento permitía disimular capas geológicas sociales y mostraba
engañosamente una Bolivia única, pero en tiempos de crisis esas capas
afloraban y la desigualdad se manifestaba en toda su diversidad,
plenitud y contradicciones.
La pulseada con el poder se da en todos los órdenes, en todas las dimensiones
El tiempo de cambios revolucionario es –por excelencia‑ un tiempo de
debate entre los poderes constituidos del capital y el nuevo poder
popular naciente, instituyente. Ahora bien, ¿qué significa esta
afirmación para la acción política?
Que las contradicciones pululan. No solo entre los polos sociales
históricamente enfrentados (pueblo-oligarquía), sino también en el seno
de la multiplicidad de sectores y actores sociales que componen la
diversidad del pueblo. Esta diversidad, es también cultural,
identitaria, económica, de modos de vida… y se expresa en las
percepciones, el diagnóstico, las propuestas, creaciones y
construcciones.
¿Cómo imaginar, por ejemplo, que en la nueva situación política que
viven los pueblos de Bolivia, que pone en cuestión (crisis) los valores
hasta hace poco considerados universales y reconoce el poder (saberes,
normas de convivencia, culturas, identidades…), de aquellos /as a los/as
que siempre les fue negado, no acarreará roces, disputas y hasta
batallas encarnizadas –aunque sordas‑ por conservar el predominio y uso
exclusivo del poder y el saber ‑de una parte-, y –por otra‑, para
visibilizar, afianzar y ampliar el poder ancestral ahora amplificado
hacia un poder compartido en convivencia con múltiples culturas e
identidades, que pretende llegar a ser intercultural?
Se trata de una interculturalidad anudada con procesos de
descolonización para la construcción de un horizonte común que
contribuya a organizar y traccionar las luchas hacia la convergencia
colectiva de un objetivo estratégico compartido (conducción
sociopolítica y cultural de las luchas).
La descolonización intercultural articulada con la batalla
político-cultural devienen en cualidad constituta del núcleo central de
los procesos de cambio sociales y creación del nuevo poder popular. En
virtud de ello, Bolivia ha definido a su proceso revolucionario como
“democrático intercultural en descolonización”. En Venezuela, ello es
parte de lo que el Presidente Hugo Chávez conceptualizó como “socialismo
del siglo 21”.
La descolonización es un enfoque, una perspectiva, un posicionamiento
colectivo omnipresente. No se propone como revancha contra los
conquistadores europeos, ni contra los “blancos” aunque, ciertamente,
estos sectores son los que mayores beneficios han extraído de los
estados monoculturales.
Habrá intensidades diferentes en los procesos descolonizadores, de
ahí que la interculturalidad caracteriza, atraviesa y alimenta el
proceso. Pero no basta con enunciarla; ella misma está bajo la égida de
la colonización del capital y sus modalidades de existencia y por tanto
es parte también de la descolonización.
Alejándose de cualquier intento fundamentalista al respecto, la
propuesta de descolonización e interculturalidad se enriquece y se
retroalimenta en todo momento histórico a partir de las experiencias y
proyecciones de los sujetos propios de cada tiempo, interactuando
mutuamente para abrir nuevos horizontes a los actores sociales que
protagonizan el proceso vivo de cambios raizales.
Del empoderamiento popular a un nuevo tipo de Estado, comunal o comunitario
El poder popular que germina en los territorios, en las comunas, en
las comunidades indígenas, campesinas, urbanas, en los sindicatos de
nuevo tipo, en las empresas recuperadas… es la base de la existencia y
posibilidad de constituir otra geometría del poder. Ese poder que, en el
caso de las democracias populares, nace de ciertos ámbitos de
cogobierno, pero ‑poco a poco o a saltos‑, va asumiendo autónomamente
responsabilidades de autogobierno en sus territorios, modificando las
tradicionales funciones de “lo estatal” nacional, a la vez que va
constituyendo las bases de una nueva institucionalidad anclada en el
poder popular. Este sería el signo característico de las democracias
revolucionarias.
En arduo tránsito hacia ella se encuentra hoy, por ejemplo, el
proceso bolivariano de Venezuela, donde el pueblo ha venido creando y
construyendo –con el impulso inicial de las ideas y el apoyo
institucional y moral del Presidente Hugo Chávez‑, las bases del nuevo
poder popular, el poder comunal (rural y urbano).
La construcción de nuevas relaciones de poder, en el caso de las
comunas bolivarianas, son las simientes de un nuevo poder popular en
proceso estratégico instituyente de un nuevo Estado, el Estado Comunal.
Esto replantea las relaciones preexistentes establecidas con el Estado
instituido y sus aparatos estaduales, municipales, etc. Se replantean
también las relaciones con otras personificaciones políticas, ya que el
crecimiento del poder popular territorial reclama relaciones de
horizontalidad en la toma de decisiones que hacen a su vida en las
comunas y consejos comunales y esto genera resistencias en algunos
sectores del funcionariado estatal, provincial (estadual),
departamental, incluso en las filas del partido gobernante en algunas
instancias de su representación en los ámbitos territoriales.
La lucha de poderes en el seno del pueblo entre lo nuevo que germina y
crece y remueve a su vez las anquilosadas estructuras de lo viejo que
se resiste a ser desplazado, se hace evidente.
Nacen nuevas contradicciones entre poderes y se plantean encarnizadas
disputas entro lo viejo y lo nuevo. Esto, lejos de ser una debilidad es
un signo de vitalidad revolucionaria de los procesos de cambio y sus
sujetos.
Es parte de una batalla política, ideológica y cultural entre poderes
en pugna. De ahí que, apoyar los procesos de empoderamiento popular que
germinan desde abajo está –o debería estar‑ entre las tareas políticas
de quienes se posicionan como conducción política de los procesos
revolucionarios: no sustituir al pueblo organizado, sino convocarlo y
escucharlo, apoyar sus iniciativas para construir el presente y el
futuro conjuntamente, contribuyendo a consolidar y potenciar el
protagonismo y empoderamiento creciente de los pueblos.
No se trata de un camino gradualista…
Al abordar este nudo problémico he recorrido varias dimensiones de la
relación Estado-participación ciudadana-empoderamiento popular. Para
ello he seguido un orden lógico expositivo que podría sugerir que se
asume una perspectiva lineal-gradualista: primero un paso, luego el
otro…
Pero no es así; al contrario. Se trata de una secuencia
interarticulada y yuxtapuesta de procesos y factores concurrentes que
hace que cada uno de ellos sea posible por ‑y en‑ su interacción con
otros.
Se puede distinguir analíticamente tal vez un tiempo de inicio, pero
en realidad todos los signos que caracterizan uno u otro momento del
proceso, se auto-gestan uno en el otro, potenciándose entre sí. Es así
como algunas de sus características que, en un inicio, parecían
secundarias o intrascendentes van adquiriendo predominio ‑entre
contradicciones, tiranteces y dudas‑, y van alterado su relevancia, su
centralidad
aunque sin desaparecer.
Notas:
[1] Ver: Rauber Isabel (2012). Revoluciones desde abajo. Gobiernos
populares y cambio social en Latinoamérica. Ediciones Continente-Peña
Lillo, Buenos Aires; pp. 56-62.
[2] Desde abajo=desde la raíz. Reitero el significado de este
concepto dada la difundida interpretación vulgar que lo simplifica e
identifica con un indicativo de lugar: “lo que está abajo” y,
consiguientemente, lo contrapone a “lo que está arriba”. La construcción
de poder popular desde abajo expresa una lógica de transformación
raizal protagonizada por los sujetos sociopolíticos del campo popular en
proceso histórico social de reconstrucción de su poder y no un lugar
para hacerlo.
[3] Ver: Isabel Rauber (2006). Sujetos Políticos. Ediciones Desde Abajo, Bogotá; pp. 101-106.
[4] Estos signos, entre otros, no constituyen pasos ni etapas; son
parte de procesos continuos y yuxtapuestos de empoderamiento popular que
se van abriendo cauces en el contradictorio y sinuoso proceso de luchas
contra el orden establecido y la creación-construcción de un nuevo
orden social.
[5] Esto fortalece la toma de conciencia acerca de que la capacidad
de poder es inherente al ser humano para luchar por su vida, y acerca
del poder (propio) construido.
[6] Apropiación consciente, con sentido de pertenencia.
[7] Las categorías de modernidad, lo moderno, premoderno o
posmoderno, útiles en el plano analítico, no suponen la existencia de
compartimentos estancos entre actores sociales diversos. Todos
interactúan y se interrelacionan; llevan siglos conviviendo bajo el
dominio del capital y su lógica de mercado y todos, en diferentes
intensidades, magnitudes, etc., han sido permeados por su hegemonía y su
lógica.
*Filósofa y activista social Argentina
(*) Fuente: Socialismo 21
http://motoreconomico.com.ar/opinion/construir-otra-geometra-del-poder